A veces, en la fruta, hay bichos
A veces, en la fruta, hay bichos. El día que lo descubrí me quedé muerta. Me disponía, un caluroso día de julio, a comerme un níspero (que previamente yo misma había cogido del árbol) y me encontré tres “cortapichas” echándose la siesta plácidamente dentro de mi postre. Los aparté estoicamente y me lo comí para hacerme la valiente ante Castellote. Para decir toda la verdad, ante un castellotano en concreto... Pero fue duro, yo no sabía que podían pasar esas cosas. En fin, de donde yo vengo la fruta está en estanterías, libre de seres vivos, reluciente y, en muchos casos, dispuesta sobre bandejas y bien (sobradamente) envuelta en plástico, que no se escape. Ahora bien, y este es otro gran descubrimiento: por lo que sea, la fruta recién cogida del árbol sabe muy, muy rica. Incluso, me atrevería a decir, a fruta. Qué cosas...
Por aquí somos todas y todos de fiar. Me encantaría recrear la siguiente escena (la cual vivo aquí a diario) en mi barrio de Madrid, Usera. Entraría en un bar, me tomaría una cerveza y una tabla de curados y, al terminar, le diría al camarero mientras me marcho: “Apúntamelo, que me he bajado sin el monedero”. Probablemente, entre la incredulidad y el enfado del dueño y mis dotes de runner, recibiría un placaje antes siquiera de haber alcanzado la puerta. Me gusta imaginar mi Madrid de barrios de hace años, cuando seguramente las vecinas y comerciantes se conocían y “el fiar” era común: en el Bar Poli de la esquina, en la Droguería Mercedes de la calle de al lado o en el Taller Hermanos Contreras de la calle Pilarica. Pero claro, para eso también haría falta que siguiera existiendo el comercio local...
Otra cosa que no existe ni cuaja mucho por el Maestrazgo es mi nombre. Noelia, Andrea, Lorena, Nevea, Mariela, Nereida, Nevera... He aprendido a responder a todos ellos y ahora tengo miedo de sufrir algo así como un Trastorno de la Nomenclatura Múltiple. Por Nerea, mi nombre, no me llaman mucho en Castellote. Es que ¿en qué estarían pensando mi madre y mi padre al ponerme ese nombre? Qué poco talento... (esta es una frase de aquí que me encanta, la cuelo para ir haciéndome poco a poco con el habla yo también).
Ahora bien, se aprendan o no tu nombre, puedes estar tranquila que localizada estás. Mi identidad (esta sí conocida y memorizable) durante todo este tiempo ha sido la de La-Novia-Del-Jorge (LNDJ). Y, aunque la identidad es totalmente cierta, he de reconocer que me ha costado acostumbrarme a esa falta de anonimato. Eso y saludar cuando te cruzas con alguien por el pueblo, siempre se me olvidaba y temía quedar como la rancia de Madrid... Tal vez, si consiguiera salir viva de ese bar de mi barrio en el que pediría que me fiaran, haría también la prueba de ir saludando a todo el mundo de vuelta a casa. No sé si me detendrían antes por morosa o por chalada...
Las distancias aquí son muy cortas. Y no me refiero al tamaño del pueblo, las carreteras, los recursos... sino a las distancias interpersonales. Y es que según me fui acostumbrando a saludar y a conocer a todo el mundo, aprendí que había otra cara en la moneda de la falta de anonimato: sentí que vivía en comunidad. En Madrid yo nunca he tenido trato con mis vecinos. Ni bueno ni malo, simplemente inexistente. En la calle Egido, sin embargo, lo mismo te deja la casera en la escalera de casa un riquísimo bizcocho de calabaza como que una vecina te lanza por la ventana, un domingo cualquiera de falta de previsión, unos productos de primera (y urgente) necesidad femeninos. ¿Quién dice que en los pueblos no existen las tiendas 24h? No tienen ni idea...
Por último, y seguro que me dejo muchas cosas, descubrí que el silencio no tiene por qué dar miedo. La quietud (y si es de noche, más) en Madrid asusta. Por las calles de Castellote nunca me he sentido insegura, he observado el ir y venir de las niñas y niños del pueblo y he envidiado esa libertad. Cuando yo tenía su edad mi espacio de juego en la calle se limitaba al patio interior (vallado) de la urbanización donde vivía. Y si quería ir a por chuches a “La Pili” de mi barrio, tenía que avisar a mi madre por el telefonillo de que salía de la jaula un momento, para que estuviera pendiente. Y no es que mi madre fuera especialmente miedosa, era el proceder de todas las niñas y niños de “la urba”. En fin, eso es algo que ha ocurrido en las ciudades: se han perdido los espacios públicos. Y no, no nos equivoquemos, la culpa no es única y exclusivamente de la PlayStation, la Tablet y el móvil. Esto viene de antes. Aquí, sin embargo, en los pueblos la calle les pertenece a los más pequeños: juegan, corren, montan en bici mientras crean e imaginan mil universos paralelos, hasta que llega la hora de cenar. Los niños y las niñas necesitan una infancia en la calle. Y ¿qué necesitan precisamente las calles de los pueblos hoy en día? Niños y niñas. Desde luego, el mundo está al revés...
Ya no me resulta ajeno escuchar en la televisión o cuando hago turismo rural a parejas y familias que afirman aquello de: “nos vinimos a vivir aquí porque queríamos criar a nuestros hijos en un pueblo, en el campo”. No solo lo entiendo sino que empiezo a compartirlo (pensando en el futuro) y me convence (pensando en mi presente). Está claro que el amor puede mover el mundo, pero hacen falta más cosas para pararlo, para establecerse y querer tener tu vida en un lugar tan distinto. Nací en Madrid y siempre pensé que allí viviría. Ahora veo que mi historia puede estar más cerca de escribirse entre estas montañas y, ¿sabéis qué? Ya (casi) no me asusta. Aquí he encontrado una familia, amigas y amigos, naturaleza, aire puro, cabras locas y, sobre todo, un modo de vida muy diferente, me atrevo a decir que mejor.
Publicado en la revista Oppidum '21 - Castellote (Teruel)
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