El esfuerzo que no quiere emigrar


“La mayoría de discursos sobre el mundo rural se debaten entre el desprecio y la fascinación. Y ambos son tremendamente peligrosos”

H. G. Barnés. El Confidencial

Hace poco que estoy en este otro lado de la historia. Nací, estudié y trabajé en Madrid y ahora vivo aquí, en el Maestrazgo turolense. No porque no haya tenido más remedio ni porque me haya tocado: es porque quiero. Seguramente, si estáis leyendo estas líneas, sabréis que esa elección tiene mucho que ver con unos rizos de ojos claros, pero lo cierto es que ahora vivo por estas tierras porque así lo he elegido.   

No sé quiénes escriben los libros de historia. Ni sé si en Teruel y en Madrid nos enseñan la misma historia. Lo cierto es que yo, durante todos mis años en el colegio e instituto, estudié el llamado “éxodo rural” como un proceso inevitable y, sobre todo, de una lógica aplastante. ¿Cómo no se iba a ir la gente de los pueblos? ¿Cómo iban a resistirse a todas las oportunidades que ofrecían las ciudades? ¿Cómo va a querer alguien joven quedarse en su pueblo?

En mi cabeza madrileña esas lecciones eran estudiadas y asimiladas como la verdad. La emigración del campo a la ciudad se presentaba ante mí como la única solución posible para el futuro (y presente) de toda esa “gente de pueblo”. Sin querer (ahora me doy cuenta) me los imaginaba pidiendo turno (como en la carnicería), ansiosos por venirse a vivir a mi ciudad. Y daba igual si pensaba en el obrero de la Primera Revolución Industrial, en mis abuelos que se vinieron a Madrid desde una pequeña aldea gallega o en mi compañera de la universidad, que venía de un pueblo de Murcia. Y esta no solo era la visión desde las ciudades. Durante años (sobre todo a partir de los años 50) las personas del entorno rural también sintieron esa presión y esa sensación de que quedarse en el pueblo era sinónimo de fracaso.

Parece que algo ha cambiado, pero lo cierto es que no demasiado. Seguimos cargando con esas ideas erróneas, con esos prototipos y esa superioridad de la ciudad sobre el campo que se ha quedado impregnada y que tanto nos cuesta sacarnos de encima. ¿Sabéis por qué? En mi opinión está claro: la historia se sigue escribiendo desde la ciudad. Prueba de ello, por ejemplo, son las restricciones derivadas de la pandemia del Covid-19, que son las mismas para el bar más transcurrido de El Tubo de Zaragoza que para la Fonda de Cuevas. Ya podrían ponerse así de acuerdo a la hora, por ejemplo, de dotar de cobertura móvil a todo el territorio aragonés... Igualdad de deberes, pero no de derechos. Algo así, ¿no?

Empecé escribiendo esto con un único objetivo pero, como diría mi abuelo, me he ido por los cerros de Úbeda. No sé si tengo el poder para reconocerle nada a nadie, pero lo voy a hacer. Y es que la historia de España habla siempre del valor de emigrar, pero nunca del de quedarse. En Las Cuevas de Cañart hay muchas personas que han elegido quedarse, vivir y trabajar en el pueblo, su pueblo. Personas que escuchan una y otra vez las mismas preguntas y frases: “¿y nunca has pensado en irte a vivir a la ciudad?” “cuando estudiaste en Zaragoza, ¿no te entraron ganas de quedarte allí a vivir?” “¿no te aburres aquí, solo/a?” “cuánto te envidio, qué bien vives aquí sin estrés”. Y responderán, pacientemente, entendiendo que siguen en el otro lado de la historia, luchando por tener cada vez más voz y poder escribir su historia.   

Como canta Isabel Marco, sois “el esfuerzo que no quiere emigrar”.



Publicado en la revista La Acacia ‘21 – Las Cuevas de Cañart (Teruel)

Comentarios