El tobogán

Si me preguntan, mi elemento es la tierra. Tierra firme, a poder ser. No me gustan las alturas y tampoco me siento cómoda bajo el agua. Cuando veo a la gente hacer deporte, sobre todo deportes extremos, soy incapaz de imaginarme qué les mueve para hacerlo, qué placer para mí totalmente incomprensible encuentran en jugarse la vida. Un amigo una vez me dijo que lo que buscaba era la adrenalina, la satisfacción de superarse a uno mismo. También me dijo que la vida nos la jugamos todos los días, y sin hacer puenting.

Podríamos decir que me encuentro mejor quieta que en movimiento. Tal vez eso sea, ahora que lo pongo por escrito, un buen resumen de mi existencia. Mi padre cuenta, una y otra vez, la misma anécdota en las reuniones familiares; basta que haya una nueva incorporación a la mesa para que salga a relucir de nuevo. Relata cómo, siempre que íbamos al parque, vivía la misma angustiosa experiencia para un padre. Sentado en un banco cercano o de pie con los brazos cruzados, me observaba subir al tobogán. Lo hacía lento, tanto que muchos niños y niñas me adelantaban como podían a un lado y a otro. No soltaba una extremidad hasta estar totalmente segura de tener las otras tres bien afianzadas a esos barrotes oxidados que, parece, algún día fueron de vivos colores. Una vez arriba, llegaba el momento de afrontar la hazaña: había que tirarse por el tobogán. Mis colegas de tardeo en el parque no estaban dispuestos a perder ni un minuto de su disfrute, y seguían recortándome a un lado y al otro para tirarse. Yo, que lo último que quería era interrumpir su ritmo frenético, me iba quedando poco a poco apartada a un lado mientras les dejaba pasar.

Venga, Nere, tírate que es tu turno. Se te están colando todos los niños… —, decía mi padre, que se había ido acercando, ya de los nervios, dispuesto a ponerse a dirigir el tráfico.

Entonces, cuando veía que distaban unos segundos entre uno y otro, me sentaba (sin soltarme de la barra superior, por supuesto) y me tiraba. El último momento de plena concentración venía al llegar abajo: había que ser lo suficientemente ágil para ponerse en pie en seguida, o el siguiente te arrollaría. Una vez terminado el recorrido, volvía con mi padre para que me indicara a qué peligroso artefacto infernal debía subirme ahora para divertirme.

Es curioso cómo ahora, de mayor, mi padre y yo recordamos esos episodios de manera tan distinta. Para él, claro, era frustrante. Siempre tiene, cuando relata la anécdota, unas bonitas palabras para las madres y los padres del resto de niños, quienes nunca les decían a sus hijos que frenaran y me dejaran tirarme. Yo, sin embargo, no recuerdo rabia, tristeza, ni nada por el estilo. Creo que me sentía simplemente fuera de lugar, como una espectadora a la que le llevan a una obra de teatro que apunta a ser muy divertida y que, finalmente, no le hace ninguna gracia; pero entiende que es donde debe estar y aprende a disfrutarlo a su manera, viendo al resto pasar a toda velocidad.

Esta situación se ha repetido a lo largo de mi infancia en muchas ocasiones, más aún cuando nació mi hermana Tania. Ella, como se espera de una hermana pequeña, es todo lo contrario a mí. Nos llevamos quince meses, por lo que, a partir de una edad, para mis padres nos convertimos en Pin y Pon. Si mi hermana quería subirse a los coches de choque en las fiestas del pueblo, allá que tenía que ir yo a acompañarla. Es curioso cómo, al revés, la regla no funciona igual: nunca han obligado a mi hermana a sentarse a leer, que es mi mayor afición, conmigo. Siempre protestaba, pero al final terminaba yendo con ella a donde fuera; me podía más la necesidad de tenerla vigilada y saber que iba a estar bien.

Si tuviera que reseñar mi experiencia subida al tobogán, a los coches de choque, a los enormes flotadores del parque acuático de turno, sería algo así como: he cumplido la papeleta. No voy a negar que alguna vez, ahí arriba, en movimiento, me lo he pasado bien, pero no tanto como para repetir. Y es difícil que no te guste lo que para el 99% de la población es “lo divertido”. Poco a poco la gente de mi alrededor fue respetándome y entendiendo que era un bicho raro. Un bicho raro y miedoso que prefiere quedarse abajo, guardando las mochilas y sacando fotos.

Cuando nació mi hija Aldara me juré que iba a tratar de no contagiarle mi miedo a todo. Ahora bien, si ella prefiere que nos sentemos a leer juntas en lugar de subirse a esa torre de madera excesivamente alta, ¿quién soy yo para cuestionar sus aficiones? 

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