Mamá


No sé ir de compras sin mi madre. No sé hacer casi nada sin ella, en realidad, pero me aguanto.

No voy a llenar este escrito de flores, como manda mayo, y a decir que todas las madres son tal o cual cosa maravillosa; hace tiempo que entendí que ni la familia es sagrada, y que te puede tocar una de pesadilla. Pero sí voy a hablar de mi madre.

El primer acto de amor que hizo por mí fue pasarse un mes inmóvil en una cama de hospital: embarazo de alto riesgo. Luego vino lo de parirme. Qué brutalidad, parir. Nueve meses habitando su cuerpo y unas horas finales de coordinación absoluta para llegar al mundo. Luego parió a mi persona favorita en este mundo, mi hermana, y fue su segundo gran acto de amor hacia mí.

Mi madre es eso: actos de amor. Uno tras otro, durante toda mi vida. Es el beso y el abrazo que necesito; el grito que me hace parar en el momento exacto. Son las palabras que no quiero oír pero que debo escuchar; el silencio, a veces cómplice a veces inquisidor, de quien mejor me conoce en este mundo. Las llamadas diarias, de un minuto o de hora y media; los WhatsApps llenos de emoticonos descontextualizados. Las risas a su costa o a la mía, porque por suerte se nos da bien reírnos de nosotras mismas; el llanto que tan a menudo se me atraganta y que brota sin pausa si la veo acercarse. Mis ganas de tenerla conmigo en Teruel; sus ganas de que Madrid estuviera más cerca de aquí. Mi madre es todo eso y ahora también es abuela de mi hija. Qué suerte la suya, casi tanto como la mía.

Lo leí hace un tiempo en la novela Padres e hijos, de Theodor Kallifatides, y fue una verdadera revelación. Resumió, con una palabra (con la que nunca me había identificado, al menos no positivamente) lo que significa mi madre para mí. Mi madre es casa, es hogar, es el lugar al que pertenezco y a donde voy cuando me siento perdida.

“Mi madre es mi patria.”


Publicado el 9 de mayo en el periódico La Comarca

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